Como personas que somos, que estamos, que nos enredamos, nos desenredamos… siempre o casi siempre hacemos uso de la palabra para poder decir, contar o expresar aquello que va por dentro, aquello que, si queda relegado a un tercer plano, seguramente nos genere un quiste emocional de gran envergadura y consecuencias nefastas.
Cuando uno de nuestros objetivos de vida sea construir una relación (bien del tipo que sea), nunca olvidemos coger la pieza más importante de ese puzle en vías de construcción: la sinceridad.
La sinceridad, palabra originaria del latín, que etimológicamente proviene de “sin cerum”, es decir, “sin cera (sin nada que enmascare lo original), es uno de los eslabones más importantes en la maravillosa cadena cuyo broche final es una relación mágica y fluida.
Sin necesidad de que quede anotado en un papel firmado ni en una declaración jurada, cuando conocemos a alguien (un posible amigo, un medio amor, un incondicional…), inconscientemente esperamos (vale, quizá no todas las personas lo hacemos, pero debo salir en defensa de todas las que sí que lo pensamos), que la persona en cuestión, en vías de algo próximo, sea sincera con nosotros.
¿Por qué? Porque las relaciones se construyen partiendo de la confianza, y creo que es bastante poco probable que sin sinceridad se fragüe la conexión clave para que algo llegue a buen puerto.
Ser honesto, decir lo que se piensa, lo que se siente, es sanador para uno mismo, como también puede ser luz para el otro, para el que recibe dicha sinceridad, porque seguramente, la sinceridad expresada va a llegar como la confianza clave para que dos sean, en esencia.
Pero dejadme ir un poco más allá: ¿Sinceridad o sincericidio?, ¿son sinónimos? Nunca. Porque si la sinceridad hace bien, el sincericidio puede convertirse en el suicidio de la conexión, del poder ser en esencia, ya que, una sinceridad extrema, sin el filtro de la empatía, de pensar si lo que vamos a decir pueda hacer daño al otro, puede equipararse al eterno final de algo que pudo ser y no fue. Así pues, puede acabar rompiendo la cadena de unión sin culminar en una relación sana, del tipo que sea, simplemente, que sea, y punto.
Miguel: autómata, decidido, trabajador, emprendedor. Piloto automático como modo de vida, tiempo condicionado al trabajo, a crear, emprender… y a no ser. Si bien no son mentiras, son verdades ocultas las que quedan dentro de él, acumulándose cual quiste emocional.
Ana: delicada, trabajadora, creativa. Atención plena como modo de vida, tiempo condicionado a ser. Si bien no son verdades suicidas, son palabras sinceras las que externaliza, saliendo fuera de ella, llegándole así a Miguel como la mujer en esencia que es.
Ana vive de conectar con lo que piensa y siente. Miguel muere de silenciar todo lo que siente y piensa. Muerta la sinceridad, muere así la relación… Sin salvavidas de salvación.
Por Raquel García Bayarri